Entra dentro de la lógica que una persona se despida de este mundo, a ser posible sin sufrimiento, con resignación, con un poco de dulzura, cuando ha cumplido la provecta edad de 89 años. Le ocurrió en el mes de agosto a esa mujer y actriz excepcional llamada Lauren Bacall. Pero era inevitable que aquello provocara en cualquier cinéfilo con canas la dolorosa sensación de que al morir esta anciana de lengua afilada, personalidad genuina e inmarchitable clase desaparecía uno de los escasos símbolos que quedaban vivos de una forma y una época de entender el cine, que el aroma de algo tan reconocible como fascinante, de un estrellato identificable y peculiar, de un universo abarrotado de talento y estilo, se había quedado muy solo con su defunción.
Y al hacer melancólica memoria sobre los grandes personajes de aquel mundo que todavía habitan la tierra, descubres que Bacall era la penúltima superviviente. Y queda el último. Con todo mi respeto y admiración hacia gente legendaria como Gene Hackman y Clint Eastwood, que son octogenarios largos, no les incluiría como representantes del viejo Hollywood. Son otra cosa. El último y glorioso dinosaurio que aún se mantiene con vida fue bautizado con el nombre de Issur Danielovitch Demsky, pero, deduciendo que no era el más apropiado cuando la vocación o los sueños se han empeñado en alcanzar el estrellato cinematográfico, cambió esa identidad inconfundiblemente judía por el nombre tan rotundo y sajón de Kirk Douglas.
Y fue un actor especial, poderoso, cautivador, con nervio, con capacidad para que ninguno de sus espectadores se olvidara de su presencia desde la primera vez que le observaron en la pantalla. En mi caso, me ocurre con él, al igual que con Cary Grant, John Wayne, Robert Mitchum (cuentan que éste y Douglas se detestaban, Mitchum le consideraba un farsante y un enredador) y algún otro ilustre habitante de esa época dorada, que independientemente del personaje que interpretaran no solo me los creía, sino que su presencia justificaba el precio de la entrada. Douglas siempre es complejo, desprende sensación de peligro y tensión, su dureza es auténtica, pero puede emocionar sin necesidad de aspavientos o de sobreactuación al receptor, siempre hay algo épico y luminoso en él aunque interprete el reverso tenebroso de personajes complicados, con aristas, atormentados, temibles, su gama para expresar sentimientos intensos es muy amplia y lo resuelve con admirable sobriedad. Es raro imaginarlo en la piel y en el corazón de gente cotidiana (lo suyo es la fascinación permanente), pero es tan buen actor que seguramente lo hubiera hecho sin esfuerzo. A Douglas le sientan bien los géneros en los que ocurren muchas cosas, se mueve como pez en el agua en la negrura, el western, el cine histórico, la aventura, los enfrentamientos épicos, los matices, la epopeya, la violencia física y psicológica, las situaciones tensas. El rubio del hoyuelo es igual de electrizante en primer plano y en plano general, y está claro que si en la pantalla aparecen varios personajes en una secuencia, lo más probable es que el espectador no pueda apartar la vista de su rostro, sus movimientos, su gestualidad, lo que muestra, oculta y sugiere. No solo tiene arte y fuerza.
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